ARTÍCULO: Menorca en primavera, estampas de un viajero

 

 La primera sorpresa cuando se sobrevuela la isla en primavera es contemplar una extensa pradería verde acompañada por grandes zonas arboladas. Y las aguas claras, de un azul cristalino, alrededor. En el aeropuerto de Mahón nos recibe una larga nave vacía en la que no se ven más personas que las recién llegadas, ningún otro avión en la pista, ningún otro pasajero en la sala de espera. Es uno de los primeros días del mes de marzo y una hora temprana para aterrizar. Nada que ver con la superpoblación que soportará la isla a partir del momento en que el turismo empiece a aparecer. Mejor, piensa uno para sus adentros, no veremos aglomeraciones, no soportaremos colas, turnos ni esperas.

Una antiquísima falla tectónica conformada por una letanía de placas, sedimentos marinos del jurásico y rocas calizas y piedra por encima de las aguas, sirve de base para los 702 kilómetros cuadrados de la isla.  Pero es el color verde el que domina sus primaveras, los rojizos y terrosos la avasallan el resto del año. Su apellido es Balear, adjetivo proveniente del verbo del mismo nombre, como si su morfología natural, desparramada como al azar, fuera el resultado del baleado en tiempos ancestrales de pedazos de rocas de turbidita.  Dieciocho islotes en Menorca repletos de retamas, llamadas baleos, tan abundantes que ya sus primitivos habitantes prerromanos las cortaban y usaban para hacer escobas.

Aunque no quedan rastros de épocas protohistóricas. los atisbos primigenios de vida isleña proceden de hace cerca de 4000 años.  De alrededor de hace 2000 datan los primeros vestigios de la presencia humana. La cultura talayótica nos ha dejado gran cantidad de ejemplos ancestrales:

_Casas naviformes (talayots) de piedras de gran tamaño, la mayor parte circulares, con braseros, varias habitaciones de uso común o dormitorios, pozos de recogida de aguas y altos muros de gruesas piedras como elementos de defensa Otros talayots parecen haber servido como torres de observación.

             

_ Taulas espectaculares (hay 33 repartidas por la isla y datan de más de 500 años A/C). Suponen el abandono de los talayots debido a un avance cultural por entrar en contacto con otros pueblos, quizá fenicios, quizá otros norteafricanos. Son posibles santuarios o centro religioso con capillas, con rectangulares piedras verticales (más de cuatro metros alguna) y otras del mismo tipo pero más pequeñas (alrededor de tres metros) en sentido horizontal en todo lo alto, piedras cortadas con tal perfección que no solo maravilla su elegancia e ingravidez sino que nos hace rumiar cómo demonios hombres tan primitivos lograban su construcción y con qué recursos.

_Navetas, posibles edificios funerarios de hace dos mil o tres mil años, levantados como una nave invertida, de acceso estrecho, antecámara y algún piso por encima para alojar a los difuntos. No suelen estar cerca de poblados de épocas similares y siempre apuntan al lado opuesto al sol. Hipogeos, cámaras funerarias subterráneas, excavadas algunas, construidas otras aprovechando la existencia de alguna cueva natural.

Talayots, taulas, navetas e hipogeos hacen sospechar en la existencia de ritos y usos funerarios junto con las prácticas de la agricultura de cebada, la ganadería de cabras, ovejas y conejos y de algún tipo de queso. Pero no comían pescado y los acebuches, pinos y encinas completaban en gran parte sus medios y maneras de vivir.

Tras el paso por la isla de prerromanos, romanos, cartagineses y egipcios, más tarde los pueblos árabes (por un largo tiempo), el segundo gran momento histórico de conformación de la isla se produce ya hacia el siglo 12, cuando Jaime I El Conquistador accede a ella para expandirse por el Mediterráneo, controlar las rutas marítimas y expulsar a una población fuertemente islamizada, refugio de piratas y corsarios berberiscos.

Con Alfonso III se rinde el almorjarife en su castillo de Mahón, expulsa a los musulmanes y la isla se repuebla con catalanes, aragoneses, mallorquines y valencianos y establece la capitalidad en la población de Ciudadela por su mayor proximidad a Mallorca y a la Península. Es su reinado y una época de enorme florecimiento: las alquerías se constituyen como centros de defensa, propiedad de consellers, jurados o militares armados con todo tipo de armas; los señores feudales dominan sus tierras y aportan la cetrería, el uso de los halcones y de abundantes perros de caza, aumenta la caballerosidad- menos refriegas- entre los propietarios rurales que, hartos de tocino salado  y ávidos de carnes frescas, asisten a los navegantes que llegan hasta la isla; en la bocana de entrada del puerto de Mahón, perfecto puesto de observación de ambas riberas, los propietarios construyen torres defensivas para avizorar a posibles atacantes y en los núcleos importantes de población  se concentran los prebostes, rectores, lugartenientes reales, alcaldes de castillo, donceles, mercaderes, pilotos de nave, notarios, juristas, sanitarios, soldados…y el pueblo llano, menestrales y mujeres de escasa relevancia.

 Jaime II de Mallorca, más tarde, dotará a la isla de instituciones propias, una división eclesiástica y un reparto de tierras que mejorará el instituido por su antecesor. La llamada Carta de los Franqueses dotará a Menorca de un reparto de las tierras mediante un sistema llamado Cavallerías, conjunto de nobles caballeros que reciben rentas y derechos señoriales a cambio de su compromiso con la corte del rey; los caballeros recibían las tierras (más de 200 hectáreas) como feudo a cambio de estar obligados a mantener un cierto número de caballos armados para la defensa y de ejercer en sus tierras la jurisdicción civil y criminal.

Hacia finales del siglo XIV se inicia un creciente proceso de decadencia económica que continuará los siguientes dos siglos. Las luchas sociales entre la alta burguesía y la aristocracia contra el campesinado rural y las asociaciones de oficios conducirán a una progresiva despoblación y al consiguiente empobrecimiento de la isla. A mediados del siglo XVI se produjo el asedio de la capital, Ciudadela, por una poderosa armada turca que asaltó las murallas, pasó por el fuego las edificaciones y mató a la mayor parte de sus habitantes.

La semblanza del siglo XVIII en Menorca presenta diferentes épocas de dominación, la británica desde 1713 hasta 1802 excepto los años 1756/1763, bajo poderío francés y la española desde 1782 hasta 1798, cuando (Wikipedia dixit), en una nueva guerra contra Gran Bretaña, las fuerzas británicas desembarcaban en la isla y derrotaban a la guarnición española. Un siglo en el que también abundarán las contiendas entre los idiomas catalán, mallorquín, castellano y menorquín, permitidos todos pero apoyado este último por los británicos por ser el natural de la isla.

La influencia británica, tan larga y duradera, ha dejado múltiples rastros arquitectónicos, alimenticios, marítimos, costumbristas en definitiva, que saltan fácilmente a la vista del visitante ocasional. Ciudadela, la actual capital de la isla, y, sobre todo, Mahón, capital designada por el mando británico durante su estadía, y algunas denominaciones de calas, edificios o lugares, permanecen hoy en día en el lenguaje común. La base naval fundada por los británicos, las casas de arquitectura colonial, el cementerio inglés, la fundación del pueblo Georgetown- hoy llamado Es Castell, el hospital militar inglés, son algunos de los ejemplos de la influencia británica en el devenir de la isla; hay quienes a ello suman la aparición de la ginebra inglesa, fuego, agua, enebro, artesanía y tradición en la isla desde 1736.

Tantos siglos llenos de avatares guerreros y asedios, tantos ataques por mar, tanta dominación cultural de distintas procedencias, han revestido y condicionado el espíritu, las costumbres y la manera de ser de los actuales menorquines. La abundancia de Faros (Favarit, Cavallería, Ciutadella, Isla del Aire, Punta Nati o San Carlos, a los que añado la romana Torre Martello o la imponente y ciclópea Fortaleza de Isabel II (La Fortaleza del Mar, construida entre 1850 y 1875 por el ejército español), hablan más que cualquier otra referencia de la relación de la isla con los ataques y defensas históricos vividos por los isleños y de su extraordinaria conexión con el mar y sus aguas. Claro que hoy día, junto a ello, el visitante puede solazarse, disfrutar, navegar, pescar, hacer submarinismo, cabalgar, disfrutar del golf y los deportes acuáticos en los entornos de las más de 128 playas o calas, de arena, roca, grava o guijarros, ¡a gusto del consumidor!

En 1930 habitaban la isla 40.000 menorquines. Buen nivel económico general, caciquismo en las instituciones, varios grupos activos de anarquistas y el clero que disponía de un gran peso social. Funciona la llamada Escuela Moderna (con las ideas de Ferrer i Guardia). Pero ya en el mes de agosto se fusila a un centenar de militares, presos ciudadanos y curas. En 1931 se impone la influencia republicana tras las elecciones. En 1936 un nuevo comandante militar ordena el cese de las continuas matanzas que se han venido sucediendo pero continúan la destrucción de obras de arte en palacios e iglesias y algunos fusilamientos; además son frecuentes los cortes en el suministro de alimentos y los bombardeos de la aviación italiana. En febrero de 1939 las tropas franquistas entran en la isla al tiempo que un buque británico se lleva a las autoridades republicanas, civiles y militares antes de su llegada. Se repiten los encarcelamientos y fusilamientos, ahora en sentido contrario.

El Museo de Mahón, dispuesto en el Claustro segregado de la bella iglesia de San Francisco de Asís (1792) en Mahón, acoge en sus salas un magnífico repaso artístico y recordatorio de la vida y la historia de la isla, desde la época talayótica hasta los primeros años de la dictadura. El cuidado y la sencillez con que se exponen en sus salas las vicisitudes y momentos de la historia isleña resulta ser el mejor complemento para finalizar la visita de la isla: lo rural, agrícola y ganadero, las costumbres sociales, los valiosos hallazgos relacionados con la cerámica, el arte, la escultura, la pintura, los vestidos de época, fotografías  y cuadros de  personajes influyentes, las referencias históricas, descansan en unas sencillas y bellas salas que tanto ayudan a completar y comprender su compleja, multiforme  y heterogénea historia.

                                                                                                                                       

En 1993 la isla fue declarada Reserva de la Biosfera por la Unesco, una sabia decisión que ha  ayudado a salvarla, probablemente, de la amenaza del más que incipiente  y anárquico desarrollo urbanístico. Desde la cumbre del monte Toró se vislumbra en los días claros la mayor parte de los contornos de la isla, una imagen idílica en esta primavera prematura en la que rebrotan y renacen los ritmos vitales de la flora y la fauna alrededor de una atractiva dispersión de los más grandes y pequeños núcleos de población; la pequeña iglesia que culmina el monte se merece una visita, al igual que el pequeño monumento a la emigración en 1768 de un millar de jornaleros menorquines a La Florida (EE.UU), atraídos por la propuesta de poder conseguir en propiedad tierras de labor, aunque  la insalubridad e improductividad del lugar obligaría a muchos de ellos a desertar y trasladarse a la ciudad de San Agustín, hermanada hoy en día con Menorca.

Los dos símbolos más presentes en la isla, a mi parecer, son la llamada piedra seca y el acebuche.  Las paredes de piedra seca, piedra a piedra, sin ningún tipo de mortero, cemento o argamasa, muestran el resultado de  una técnica milenaria para separar las parcelas y fincas señalando la propiedad y protegiendo los cultivos de la erosión del viento; el oficio de paredador, transmitido de generación en generación, sigue manteniendo su prestigio hoy en día. Se calcula que en la isla hay más de 11.000 kilómetros de vallas y cobertizos de piedra seca.

El acebuche, o ullastre, por su parte, es un olivo silvestre que, desde hace miles de años hasta la llegada del tractor,  ha aportado al campesinado menorquín herramientas de labor, leña de alto valor calorífico, incluso una variedad de aceite con fuerte sabor, aunque lo que llena más la vista del viajero curioso es su uso como barrera para el paso a viviendas, plantaciones, prados y todo tipo de edificios; los portillos de acebuche son toda una institución.

Y hasta aquí hemos llegado en esta particular exploración de los senderos del pasado de Menorca. Una isla con una crónica compleja, formada por el clima, el arte, la historia y la naturaleza; una amalgama de geografías y acontecimientos, de piedras, batallas, espejismos marítimos y la civilización de varias etnias y pueblos. Un pasado amartillado por muchos y dispares matices históricos, un futuro armado por el esfuerzo y la esperanza.

Todo ello me suscita un retrato de Menorca. Una fotografía subjetiva y personal de la isla en los primeros días de la primavera.

El aeropuerto nos recibe en la quietud mañanera de un nuevo día. Nuestro avión levanta el vuelo y nos despedimos de Menorca observando desde las alturas sus verdes prados recubiertos de un mar de flores amarillas, una escarcha de vinagrellas. Pronto, pienso, muy pronto, los prados verdes perderán su color que será sustituido por tonos terrosos, de un oscuro amarillento y rojizos. Pronto, muy pronto, la isla será impregnada por el colorido de las veraniegas oleadas del turismo internacional.

 

 

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