ARTÍCULO: De caciques, caciquillos, cacicuelos…

 

España ha sido tierra de caciques. El término fué introducido por los conquistadores españoles en América en el siglo XVI, como una corrupción de kassequa, vocablo con que se denominaba a los jefes indígenas que encontró Colón en La Española en 1492. En realidad los primeros caciques de los que se tiene noticia fueron los jefes indígenas cuya autoridad les fue reconocida por los conquistadores. Eran la figura intermediaria entre la tribu indígena y el Virreinato. El término cruzó el Atlántico y en los siglos siguientes se introdujo y creció en el lenguaje político de la península ibérica.

Cacique (según el Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española, 1970)  significa «persona que en un pueblo o comarca ejerce excesiva influencia en asuntos políticos o administrativos». Sin embargo, por «caciquismo», como ponen de manifiesto la prensa y la literatura políticas, siempre se ha entendido un conjunto de comportamientos más amplio que las acciones o decisiones personales del propio cacique. Es conocida también la acepción del término como la de un líder autocrático local o regional definido por la ilegalidad o escasa moralidad respecto a nombramientos, manipulación y control de los recursos económicos, políticos y sociales en una zona geográfica determinada.

El historiador español  Manuel Tuñón de Lara, por su parte, lo define como  el ricacho del pueblo, terrateniente o representante de un  terrateniente de alcurnia,  que reside en la Corte y  del que  depende que los obreros agrícolas trabajen o se mueran de hambre, que los colonos sean expulsados de las tierras o las puedan cultivar o que el campesino pueda obtener, o no, un crédito. Unos códigos de funcionamiento social como los de un nuevo feudalismo. Raymond Carr declaraba que las tropelías y el abuso formaban parte del sistema  hasta convertir el caciquismo en un mito.

La parte más conocida del fenómeno caciquil en España comienza cuando tras la invasión y derrota del ejército napoleónico (1808), se reúne una serie de políticos, intelectuales y nobles con la tarea de dar a luz una nueva Constitución que, uno, cambie el entorno político español mediante el concepto de soberanía nacional, y dos, instaure la separación de poderes y la limitación de las prerrogativas reales existentes hasta entonces. El regreso del rey Fernando VII,  como es sobradamente conocido,  significará la vuelta al Absolutismo, sistema preferido por la monarquía española antes, y después, de la guerra contra el invasor francés.

El baile de líderazgos políticos en los años siguientes presenta un país desnortado por las erráticas decisiones de diversos partidos en el poder  y múltiples retoques constitucionales de un signo u otro (1834, 1845, 1856 hasta 1869)  bajo los diversos reinados de la monarquía borbónica. La explosión revolucionaria de 1868(La Gloriosa), que puso fin al reinado de Isabel II,  consagrará la alternancia en el gobierno.

La Constitución de 1869, (la más liberal hasta entonces tras las primeras elecciones constituyentes por sufragio universal directo para hombres mayores de 25 años), recogía un gran número de principios democráticos, daba lugar a un sistema parlamentario bicameral, propugnaba el asociacionismo obrero, el  fortalecimiento de la prensa política y de una burguesía capitalista. Provocó, además, agrias discusiones parlamentarias sobre el papel colonial de España y el problema de la esclavitud. En los años siguientes se establecerá el denominado turnismo: conservadores y liberales se repartirán el poder litigando  por implantar reforma tras reforma con una u otra visión.

Una buena parte del proceso político de la España de la segunda mitad del ochocientos e inicios del novecientos girará, por ello, alrededor de unas acciones inmersas en innumerables tejemanejes de  los caciques, grandes, pequeños, locales, cacicuelos y caciquillos. Bajo una Administración omnipotente y alejada del pueblo llano los caciques serán la correa de transmisión entre una parte más pequeña, rica e influyente,  y una extensa  población analfabeta.

Es en ese escenario donde cobra fuerza como nueva figura política el fenómeno del caciquismo. El cacique será la correa de transmisión entre la parte influyente del país y la población rural y agraria, analfabeta en muchos casos y de escasa cultura,  bajo una Administración  de carácter omnímodo, alejada del pueblo llano e inmersa en  inescrutables tejemanejes. Es también el momento en el que la venta de bienes desamortizados y el clientelismo rural adquiriría una nueva dimensión en el camino hacia una economía de mercado. En el seno de una organización nacida en 1812 y cercana al ideario liberal (libertad de derechos y deberes de los ciudadanos y nuevos métodos de representación para el pueblo español), el tinglado oligárquico y caciquil tendrá vigencia y vigor durante más de cien años de constante efervescencia política. En un país en el que más de un 80% de sus habitantes vivían en el mundo agrario parecía inevitable la proliferación de caciques que ostentaban una enorme influencia  y dominio sobre el territorio.  Los grandes terratenientes agrario-ganaderos pasaron a convertirse en una burguesía de grandes propiedades, ocupantes de los puestos más elevados de las políticas locales, la economía nacional, de la nobleza y del gobierno de la nación. La alternancia en el poder entre liberales y conservadores se nutría de una red de organizaciones locales capaces de intervenir y manipular el aparato administrativo para mantener el estatus, mediante favores o la coacción.

Es así como, entre 1900 y 1923, hasta la llegada de la dictadura de Primo de Rivera, políticos, grandes propietarios, juristas de prestigio o militares de alta graduación se convirtieron en aristócratas y poseedores de las mayores fortunas de la nación. Los Sagasta ( liberal, masón y presidente del Consejo de Ministros), Maura(liberal primero, conservador después, presidente del Consejo de Ministros), Romanones ( alcalde de la capital del Reino, presidente del Consejo de Ministros, del Senado y Diputado más tarde durante la II República),  Cánovas del Castillo (fundador del Partido Conservador, presidente del Consejo de Ministros), Serrano ( regente del reino, alto cargo militar y tránsfuga entre varios partidos políticos de la época), Pavía (militar y político, gobernador de Puerto Rico , senador), Comillas (senador, banquero y muy afortunado empresario) y muchos otros ( pero también los Gasset en Galicia, tan escasa en burguesía y sobrada de caciques, por poner un ejemplo en el ámbito regional y provincial, toda una familia de periodistas y diputados en cuyo seno llegará al mundo años más tarde el filósofo y pensador José Ortega y Gasset.

Suenan todos los que están, pero no son todos cuantos fueron. De tal modo que hacia 1916, por ejemplo, bien  podía decirse con sorna que la nación española no era de una sola familia, sino «de cuatro o cinco, que tienen hijos, yernos, primos, tíos, sobrinos, nietos y cuñados en todos los puestos y en todas las Cámaras”. En resumen, un gran, constante y ejerciente sistema que se repartía territorios  y supuso  la aparición de una pirámide escalonada que partía del gobierno y llegaba  hasta los caciques a nivel provincial, regional y local. ( Hacia 1910 todo se gestionaba merced a una escala de arriba hacia debajo de caciques mayores y abundancia de caciquillos menores: alcalde, secretario municipal, médico titular, recaudador, depositario de fondos, juez municipal, oficial del ayuntamiento, cartería, expendeduría de tabacos… ). Un régimen político basado en la arbitrariedad de oligarcas, caciques y diversos escalones clientelares,  gobernaba el  país junto al rey de turno en medio de una infinidad de abusos y denuncias.

Familias, hijos, yernos, nietos y primos, hermanos, suegros, tíos, sobrinos, ocupaban, y se sucedían en ellos, la mayor parte de los puestos mejor pagados locales, regionales, nacionales, hasta llegar a las Cortes. El cacique creaba parroquianos, compadres, compañeros y amigos; la denominaciones de partidarios, afiliados o simpatizantes tardarían aún muchos años en aparecer en el lenguaje político. El cacique y el cura mandaban y ordenaban la vida, en lo tocante a este mundo y al otro, en sus respectivas parroquias. Situaciones que aparecían de manera recurrente, como indican J.A.Durán y otros analistas, en las llamadas novelas de caciques, de popular lectura en aquellos años. Los lectores podían asumir a través de ellas los modos y manera de los privilegiados para torcer las decisiones públicas o tomarse favores(sobre todo los sexuales) en el seno del mundo rural.

“El término cacique- sentencia el historiador Raymond Carr- es uno de esos pocos descubrimientos terminológicos que condenan a todo un régimen”.

Un ejemplo del montaje caciquil desde el lado conservador:

Qué defendían los barberos de Maura: revolución desde arriba, reforma de la administración local, descuaje del caciquismo, descentralización….palabras y más palabras, protegidas por un Maura que descansaba en La Cierva, gran cacique en el Ministerio de Gobernación, un todopoderoso con fama de que no se hacía nada, ni nombrar a un peón, sin que la decisión pasara antes por sus manos. Por esto a los barberos le interesan más los hombres que los programas; más la magia y el carisma del personaje público que la misma gestión. Y Maura se les aparece con estos requisitos incomparables: es el jefe que es caudillo, cerebro y brazo, espíritu y cuerpo del partido más fuerte y compacto que existe y ha existido en España desde hace más de medio siglo (Extraído del libro  Historia de caciques, bandos e ideologías….Autor José A. Durán.1972. La alusión a los barberos se refiere a unos periodistas que escribían bajo esa denominación)

Los lazos clientelares, fueran estos dependientes de personajes con alcurnia o derivados de la adscripción a un determinado partido marcaban la senda de acción del cacique, bien a través de su propia influencia bien por medio de las organizaciones partidistas. Aunque tales conexiones distaban en gran medida de las proclamas oficiales sobre la ética y la moral públicas, las prebendas y sinecuras eran objeto de condenas continuas; el patrón, el jefe, el caciquillo, proporcionaba el beneficio, el “cliente” pagaría con su lealtad, sus apoyos, sus servicios o su voto. La clásica imagen tantas veces reflejada en el mundo del arte, la literatura o el cine. Pero no solo servía para el hombre sencillo del mundo rural, el cacique menor acudía de igual manera al cacique principal por la concesión de un préstamo o para poder saltarse los lentos trámites de algún asunto en curso que afectara a su propiedad. Según el propio Maura (1901): El caciquismo y las clientelas políticas dotaban al Estado de las estructuras de poder que impedían la anarquía y el caos.

El caciquismo era consecuencia de la falta de cultura del pueblo rústico que necesitaba al usurero para lograr algún dinero o al caciquillo local para solucionarle problemas con la administración local o provincial. Si no sabían leer alguien lo haría por ellos; si no entendían lo que les leían, alguien tendría que actuar por su bien. Con una mayoría de la población pobre, campesina, analfabeta y de escaso razonamiento, los de las capas superiores no perdían la ocasión de enriquecerse con el pago por sus favores o de alcanzar puestos superiores en la Administración; los caciques locales controlaban con su intermediación los votos, el crédito rural, los impuestos municipales o el acceso de los hijos de aquellos a algún confortable puesto de la administración local. No resulta extraño, pues, que incluso para la mente clara y la sabiduría del Premio Nobel  S. Ramón y Cajal la labor de intermediación a favor del mundo rural fuera un elemento necesario e indispensable en el trato del campesinado con las diversas instituciones del Estado.

Alfonso R. Castelao escribe en estos términos (El Noroeste, 1919) a Manuel Viturro, cacique de prolongada y omnímoda ejecutoria en amplias zonas de Galicia: ….Aún hace muy poco, mirando la casa que compró en La Coruña por dos millones de reales, pensé, ahogado por la admiración, que solamente a fuerza de trabajo y de talento se consiguen tantísimos cuartos. Y ahora, súbitamente, veo que es usted una de tantas cucarachas. Ni me parece un genio del mal ni tan siquiera un cacique talentudo, pues por saber seis docenas de leyes para embaucar a los diputadiños de aldea, no merece la pena el crédito que tiene-……..-merced a la masonería caciquil atenazó todo el poder que hoy tiene en sus manos, poder que le deberían de quitar por necio. Haciendo lo que usted hace, cualquiera es cacique: basta con entrar en la masonería y disponer de la fuerza que donan los jefes de las Cortes, pero hoy saben todos, aún los chupasangres más rurales, que es conveniente andar con cuidadito con las tiranías, pues el pueblo unido y organizado se libera pronto de los caciques.

 Concejales, alcaldes, secretarios de ayuntamiento, diputación provincial y gobernador civil eran los escalones en los que solían aparecer los caciques en la vida diaria. Si se añaden las funciones judiciales y fiscales ( de acción crucial en los incumplimientos de ordenanzas, faltas de orden público y delitos contra la propiedad, de prensa, de arriendos, desahucios, embargos y actos de parecida condición), se divisa fácilmente un retrato fidedigno del sistema caciquil que recorría la nación; los caciques locales, provinciales, regionales o de nivel nacional se movían como “Pedro por su casa” entre tales escalones. Junto a esos individuos influyentes, con sus redes de poder, existían también organizaciones firmemente asentadas bajo las indicaciones de grandes dispensadores capaces de remover los entornos clientelares bajo su mando a cualquier nivel. Castelao distinguía entre caciques de relumbrón (Romanones sería uno de los ejemplos más notables), y  los mandones y los firmones, una jerarquía en base a la posición que ocuparan en la estructura del poder estatal.

El período de la Dictadura de Primo de Rivera marcado por la centralización del poder (encarceló a un buen grupo de caciques) debilitó en gran medida ese sistema escalonado y oligárquico. Pero sería la irrupción de la democracia con la II República lo         que parecía poder terminar con la expansión del caciquismo a nivel nacional. En las zonas rurales, ciudades pequeñas y provincias alejadas de la capital el sistema caciquil sobrevivió, sin embargo, tras adaptar sus métodos a la nueva situación. Es la época en la que Joaquín Costa declara que la  libertad, la cultura y el bienestar son los tres principios que habrían de instaurarse si se quería lograr la resurrección política. Es también por entonces cuando el ya mencionado Ramón y Cajal escribe que el mal del sistema no eran los métodos caciquiles en sí mismos, sino el mal cacique, codicioso de honores y riquezas, sordo a las quejas del pueblo y monopolizador de la influencia gubernamental, que sabe muy bien que el precio de sus buenos oficios se tasará más alto cuanto más ingenio ponga en sus ardides.

El principal fenómeno, sin embargo, que empujará la decadencia de tales estilos caciquiles con el avance del siglo XX será la emigración a las grandes ciudades y los procesos de urbanización de lo que siempre habían sido entornos rurales. La apertura de carreteras, el levantamiento de bloques de hormigón y ladrillo en zonas agrícolas y áridos campos dedicados a la caza facilitaron sucesivos cambios demográficos. Extremadura, Galicia y algunas zonas de Castilla-León son un buen ejemplo de ese mundo en transición.

Ya en el siglo XXI, tras la Transición política de la Dictadura a la Democracia y una nueva Constitución, el caciquismo ligado a la historia de los siglos anteriores perdió la mayor parte de las bases de su apoyo político. Uno de los últimos ejemplos del caciquismo tradicional español permaneció en Galicia (región en la que el sistema estaba más fuertemente enraizado hasta entonces desde tiempo inmemorial).

El llamado Caso Baltar, iniciado en 2013, denunciaba una contratación irregular de más de cien personas, tráfico de influencias y malversación por parte del entonces presidente de una Diputación Provincial. El acusado no tenía reparo alguno en definirse como un buen cacique (“ya todo el mundo sabe que soy un cacique, pero a mí me siguen votando y a ellos no”) . Condenado a la postre a nueve años de inhabilitación la  condena le llegaría al político cuando ya se había jubilado. Un hijo suyo sucedió al padre al frente de la Diputación, un caso único en España según la prensa local y nacional. Algo usual en la región, según otras fuentes, desde tiempo inmemorial.

De hecho son muchas las voces que denuncian el sistema político actual como una falsa democracia: el nombramiento-dedazo- de altos cargos, la recomendación para puestos de trabajo, la adjudicación de contratos aprovechando rincones de la legislación en boga en ayuntamientos y otras instituciones, las subvenciones- tan generosas a menudo-, el cúmulo de asesores que cambian tras cada elección política, son solo algunos de los ejemplos de tantas denuncias que aparecen en los medios de comunicación y unas cuantas señales que parecen darles la razón.

En un meticuloso artículo (2013) de un diario andaluz podíamos leer:

Aunque parezca increíble la política española sigue dominada por los caciques en el siglo XXI. Ahora los caciques son los políticos de una clase de bajo nivel ético y profesional, que no funciona solo en las zonas rurales, como en el pasado, sino que lo ha invadido todo, incluso las ciudades más modernas. Engañar y manipular a los ciudadanos es caciquismo, como lo es también privarles de la verdad y de la información que necesitan para adoptar decisiones correctas.

Los abusos de poder aparecen cada día en los relatos de prensa y, sean estos verdaderos o meras acusaciones sin certeza a modo de las llamadas fake news, de lo que no cabe duda es de que en el ciudadano de hoy permanece la sospecha y la idea de que una parte importante de los partidos y los dirigentes políticos actuales se muestran subyugados por la avidez de poder y del dinero, infectados por la mentira, la corrupción y el abuso en general. Una cosa es declarar con fatuidad que su fin es servir a los ciudadanos y otra muy diferente servirse de ellos con renovadas prácticas tan caciquiles como las que ya funcionaban siglos atrás. Los fines son los mismos, lo único que ha cambiado son las tretas y añagazas para llevarlos a cabo.

Otorgar contratos públicos a los amigos ( también a los familiares), cobrar comisiones, colocar a los que tienen carnet de partido y otras prácticas habituales que se observan en la tan cacareada política democrática actual siguen siendo expresiones del caciquismo más letal.

El artículo aludido concluye con unas palabras que nos inclinan a la desazón: Trabajar sentimientos, creencias e ideologías de otros tiempos es la nueva estrategia de los caciques actuales que se apoyan en el papel diseminador de los medios de comunicación. No hay solución, porque se tardan generaciones enteras en producir cambios.      

 

(Referencias consultadas: Caciquismo y la España de la Restauración, J.M.Luzón. Historia de caciques en la Galicia no urbana, J.A.Durán. Diario Opinión, Córdoba, José L. Casas. )

 

 

 

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